Es
difícil tratar de describirte el infierno.
¿Cómo
puedo meter el dolor, el miedo y la desesperación dentro de unas vanas palabras
o unas torpes líneas de texto?
No
creo poder hacerlo, en la tierra viví como humano 42 años, en mi antiguo hogar
he vivido más de 800. Fui una de las víctimas de las Cruzadas, comencé como un
soldado al servicio de Dios.
Hicimos
cantidad de barbaridades para recuperar el dominio cristiano sobre la “Tierra
Santa”. No debería decirlo, pero nuestros pecados fueron perdonados antes de
haberlos cometido, no fue Dios quien lo autorizó, lo sé ahora. He visto su
furia y la comprendo.
Pero fue su representante en la tierra quien bendijo nuestras espadas y
nuestros escudos.
Nosotros,
obedientes agachamos la cabeza para recibir la sabiduría del espíritu santo,
destinados a afrontar valientes la batalla con la fuerza del arcángel Miguel y
la protección del arcángel Gabriel; íbamos como ejecutores de la maldad con el
cuidado del arcángel Rafael. Cómo el obispo dijo “Las heridas las recibirán en
nombre de Dios, aún en la vejez fructificarán sus tierras, verdes serán y
disfrutarán una comida a lado del altísimo si llegan a perecer en su nombre”.
Aquí
no hay altísimo. Luego de que se nos diera la orden de ejecutar a los musulmanes,
un niño de al parecer 12 años, delgado y de piel morena, de nombre Jalid:
decidió que yo debía perecer antes de tiempo. Tratando de salvar a su padre, el
niño se me arrojó a la espalda escabulléndose de mis compañeros, y con una
punta de madera que arrancó de uno de los carromatos de provisiones, me apuñaló
en el cuello atravesando mi arteria carótida.
Aún
recuerdo la muerte, ese momento de confusión donde veía a los soldados de Dios atravesar
el cuerpo de Jalid con sus espadas. El borboteo cálido de mi sangre inundando
la ropa, la cruz roja que se cernía en mi pecho siendo borrada por un mar de
líquido vital. Requería volver a la tierra y cumplir su ciclo, sutil terminando
el mío.
De
pronto el dolor me abandonó, la oscuridad devoró mis sentidos por completo y me
sentí en calma, me sentí lleno de paz sólo una fracción de segundo.
Abrí
de nuevo los ojos, mejor dicho unas cuencas vacías que ahora ocupaban su
antiguo lugar. Un destello tenue de luz me daba un poco de vista. Y me encontré
un ser casi incorpóreo con el alma a plena vista, mi antiguo cuerpo no me
obedecía, ya no estaba a mi lado. ¿Era tan fea mi esencia? Un animal parecido a
un perro hambriento, de esos que inundan las calles y la gente patea al cruzar
en su paso. Con una enfermedad motriz a cuestas, al intentar moverme no
encontraba el cómo, o el para qué. Al querer pensar en mi presente no
encontraba el porqué de lo que me sucedió. Me abarroté en la miseria y no quise
salir de ella. Pero al pasar los minutos de forma acelerada, manipulados por la
oscuridad; comenzaron a aparecer miles de figurillas parecidas a mí, todas habitábamos
aquella caverna a medio iluminar por un cuarto creciente lunar.
Había
quiméricas figuras levantándose por doquier, algunos chillaban de dolor, otros
de miedo o desesperación. Tal parece que a mí me tocó ser el primero en una de
las cámaras de tortura del infierno. Primero te hace parecer toda serenidad, y
en el momento en que el piso se encuentra rebosante de cuerpos, comienza el
juego diario.
Una
voz desconocida inunda el ambiente, algunos comienzan a temer y corren
despavoridos a ningún lugar, a otros les hierve el apetito de la carne, unos
más se sienten prisioneros de la lujuria, inundados de una sed insaciable. Poseídos
por el miedo, la intranquilidad; se ahogan sin agua, se queman sin fuego. El
demonio a cargo de nuestra celda era Abaddon, señor del abismo sin fondo y la
desesperación. Claro que el nombre le queda como guante, yo lo sufrí.
Con
un chasquido de dedos comienza la orgía de emociones primarias de la maldad.
Durante un giro de la tierra sobre su eje todos estábamos a su merced, y al
final del día los pedazos desmembrados de cada uno de nosotros se volvían
cenizas. Despertábamos uno a uno, no siempre fue en el mismo orden, pero siempre
se repetía la torturante rutina. Escuchábamos su risa sin poder verlo, era una
carcajada que erizaba la piel y hacía que los sentidos quisieran suicidarse.
Lo
peor de todo siempre fue recordar, se nos dio esa desventura de no olvidar
ningún momento de nuestra estadía. Algunos enfrentamos fieros los días, nos
invadían las preguntas filosofales sobre la religión. ¿Por qué un Dios que es
amor, nos permitiría existir una vida eterna de esta manera? Y más que temores,
desesperación o dolor, comenzamos a sentir odio, en un corazón inexistente, en
un cuerpo desconocido.