septiembre 02, 2013

Oración de un joven ateo.



Caminaba rumbo al centro de la ciudad; avenida independencia del centro de Chihuahua, su primer día de clases en la universidad había terminado. Algo de lo más interesante de su día era el conocer a una de sus compañeras; le parecía muy atractiva e inteligente, pues su carrera no era cosa fácil, y no se veían muchas mujeres interesadas en esa área de estudio.

Llevaba la cabeza agachada pensando un poco a futuro en cómo sería su semestre, qué le deparaba la escuela y el conocimiento que estaba por ingerir de esos profesores tan extravagantes que tenía.
Se acercó al puesto de jugos de un hombre mayor, compro un vaso de limonada y se sentó en una banca que era bien acogida por la sombra de un frondoso árbol.
Saco de su mochila un libro que compro la semana pasada y no había podido leer, Trópico cuentos breves de Rafael Bernal, el separador se encontraba en la página 25, lo coge y lo envía entre la última página y la pasta trasera, mientras se encuentra leyendo y da unos pequeños sorbos de su bebida.
En la sombra observa que se acerca una chica a él, era su nueva e intrigante compañera de clase, un poco alta, cabello castaño oscuro, quebrado y largo, muy revoltoso, que le insinuaba una rebeldía de parte de ella, le daba una personalidad de gótica o metalera, vestía de negro y mezclilla, piel muy clara, labios rojos y carnosos, unos ojos color miel que parecían verdes bajo la luz correcta. Lo saluda amistosamente y se va de ahí con sus amigos, entre risas voltea hacia atrás y se despide de nuevo agitando la mano, grita — ¡hasta mañana!
El chico se queda estático, ha perdido el paso que llevaba con la lectura, así como el aliento, se da cuenta de que está temblando un poco, levanta la vista al cielo y piensa para el mismo. — ¡Que todos los Dioses imaginados y por imaginar, me libren de esa maldición que llaman amor!

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