27 de Diciembre del año 2036, he decidido desarmarme a
voluntad, tengo plena conciencia de lo que pasa en el mundo, en mi mundo, y
quiero deshacerme de algunas de las partes que ya no utilizo.
Mi ojo derecho lo he dejado pegado en el telescopio que se encuentra
en el balcón, le encanta ver la luna y los planetas, el telescopio está
programado para observar constelaciones, planetas y entre otras maravillas
astronómicas, acomoda estando orientado al norte y no se necesita mínima
intervención humana.
Mi ojo izquierdo lo he dejado en la mirilla de la puerta, para observar a detalle quien pisa los rosales de la entrada, para ver cuando llegan visitas y como todo buen hombre con esperanza, si regresa la última dama que me ha hecho cambiar el corazón un par de veces del desgaste.
Mis manos ahora no sirven de nada, no sostienen otras manos, no acarician rostros ni dan vuelta a las páginas de los libros, pues no pueden trabajar en conjunto con mis ojos, ellos tienen su libertad. Así que decidí meterlas en el cajón de la cocina, la izquierda se sostiene firmemente de un cuchillo carnicero, lo cual es un poco extraño y atemorizante.
Mis brazos no tienen a quien sostener, no tienen un llanto en ellos que secar, ya no hay abrazos cerrados, abiertos o medios abrazos a la cintura. Así que por inutilidad, me los he quitado y los dejé colgados en el ropero.
Mis piernas aún deambulan por la casa, de un lado a otro como si aún tuvieran un torso que cuidar, algo que trasladar, supongo que es un defecto de fábrica, algo parecido a cuando a una gallina se le corta la cabeza y aún sigue queriendo correr.
Mi nariz siempre ha hecho su trabajo, pero es lo que hoy trato de evitar, al pasar por los pasillos del supermercado, me hace recordar, quiero dejar fuera esas torturas, dejar de oler su crema corporal, su perfume, su shampoo, el olor del pasto que me recuerda las idas al parque o las veces que nos tiramos en él a buscar forma a las nubes, hasta llegada la madrugada inventando constelaciones, la nariz tendrá un lugar donde no podrá seguir trabajando, ella estará puesta bajo llave en mi caja fuerte.
Mi boca, ella nunca callará, seguirá el camino de la libertad recitando poesía que nunca termina, contando cuentos inconclusos, inmortalidades y demás. Ella ya sufre de temblores repentinos, recuerdos de besos y mordidas violentas. Para calmarle tendré que dejarla sobre mi biblioteca, ya que le gusta competir con los libros, manera absurda de vivir pero da mucha paz.
Por último mi cerebro y mis oídos, ellos son los más afectados, escuchar tantas, perder la fe en quienes le rodean, el dolor del silencio entrando por un lado y atravesando la cabeza como bala de una calibre 22, tanto pensar, tanta esperanza destrozada, tanto sentir; un trabajo cansado el de ambos.
Ellos han muerto, ellos no necesitan libertad, necesitan un entierro.
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